La voz del cácaro | “¡Que Viva México!” – El Sol de Sinaloa

Precedida por la polémica, y con el gancho publicitario de que se trata de una sátira en contra de la 4T, el pasado 23 de marzo se estreno ¡Que Viva México!, el esperado retorno cinematográfico del director Luis Estrada. Fiel a su estilo, Estrada lanza desde la trinchera de la clase media, no una crítica al gobierno obradorista, sino una flecha envenenada contra aquellos que eligieron a ese gobierno, es decir, el pueblo bueno y sabio.

En Nosotros los Pobres, el genial Ismael Rodríguez retrata la pobreza como algo pintoresco, casi entrañable. Al jodido le falta dinero, pero le sobra dignidad y corazón. Su pobreza es tan sólo una desafortunada circunstancia del destino, que en compañía de otros igualmente jodidos, se puede superar. Todo es cuestión de no perder la fe. Distinta es la visión de Luis Estrada en ¡Que Viva México!, la quinta película de una saga que iniciara en 1999 con La Lay de Herodes. Para Estrada los pobres -de México- son una bola de ojetes, flojos y borrachines, auténticos parias, que viven de sangrar al que sí trabaja y se busca la vida honradamente. Algo hay de cierto en ello, aunque a los mexicanos no nos guste oírlo ni mucho menos verlo. Ya hasta el rey de la telenovela chatarra, el productor Juan Osorio, se le aventó a la yugular a Estrada quejándose de que su película es una vergüenza.

Los parientes pobres

Pancho Reyes (Adolfo Herrera) y su idílica familia viven en la gran ciudad, son la típica clase media aspiracional fifí. El estereotipo al menos. Un buen día don Rosendo (Damián Alcazar), el padre de Pancho, le llama del pueblo para soltarle que su abuelo ha muerto y que debe apersonarse para el velorio. Ahí comienza el periplo de Pancho, su esposa Mari (Ana de la Reguera), sus dos hijos y la nana de los niños. Ya en el pueblo, tras veinte años de ausencia, Pancho se encontrará de pronto con su pasado y con un familión bien prángana, dispuesto a hacer lo que sea, hasta lo más ruin, con tal de darle un buen sablazo al pariente rico.

Los pobres que conforman el universo de Estrada son como sacados de una película de Fellini o de John Ford, más que de un auténtico pueblo mexicano jodido y perdido en el desierto en el año 2023. Son la personificación, el estereotipo, del pobre europeo de los años treinta. Todos son blancos y de facciones afiladas, la única que da el gatazo de mexicanidad es el personaje de la Abuela, interpretado con afán protagónico por Angelina Peláez. El retrato fabulesco que Estrada hace de sus pobres dista mucho del retrato realista de directoras como Tatiana Huezo; en cuyas historias los pobres son gente de piel morena y rasgos toscos; gente tímida que habla poco y se avergüenza. Los pobres de Estrada, en cambio, se parecen mucho a una pandilla de gitanos escandalosos y desmadrozos, una especie de cártel conformado por vaquetones y parásitos.

En esta entrega, Estrada no se mete ni cuestiona al gobierno en turno como causante de las desgracias de los mexicanos. Esta vez se va contra los propios mexicanos, el pueblo que eligió a ese gobierno, como único responsable de sus propias desgracias y su pobreza. Estrada no titubea en señalar al pobre que no busca mejorar, sino arrastrar a todos a su nivel, que quiere todo gratis y culpa a los otros de su miseria y de sus errores.

El oficio de contar historias

Si hay algo que se le debe reconocer a Estrada es que se trata de un consumado contador de historias y un creador de universos. Tan es así, que en un desierto se inventa un pueblo semi fantasma, un escenario cuasi operístico, donde las decenas de personajes que intervienen en el cuento son mostrados como si fueran un coro, una especie de “troupe” de actores famosos y muy experimentados. De pronto al director le cuesta lidiar con los egos de su enorme elenco. En las escenas en las que aparece todo el familión en sendas comilonas, es evidente esa competencia, en la que cada actor busca sobresalir del montón haciendo alguna rutina, a veces exagerada, que termina chocando con el resto del grupo. Destaca la actuación protagónica de Alfonso Herrera. De todos los personajes, Pancho Reyes el mejor logrado y el más entrañable. Un tipo cínico y ambicioso, pero de buen corazón, que lo único que desea es salir de la pesadilla de haberse encontrado con sus parientes pobres.

Estrada conoce a profundidad los conceptos de tempo y ritmo dentro de una película. Sabe dónde dar los giros a la historia para hacer que ésta fluya y termine de desarrollarse. Aun así el guión de ¡Que Viva México! peca de repetitivo y largo. El recurso narrativo de usar los sueños (pesadillas) de Pancho para sorprender al espectador, a fuerza de usarse repetidamente, se agota y se vuelve predecible. Sin mencionar que en la última hora de las tres que dura la cinta, el director se dedica a desarrollar una subtrama que hace que la historia se extienda sin necesidad.

Quizá una de las cosas mejor logradas es el tono fársico en el que ha sido narrado el cuento, un tono que a diferencia de la comedia, no siempre mueve a la risa, pero sí a la vergüenza. Cuando lo hay, el humor de Estrada es un humor denso, setentero, aderezado con palabrotas y maldiciones, y algunas veces llevado a lo grotesco, como cuando Pancho, sentado de aguilita con los pantalones en la mano, literalmente se caga en la tumba de su abuelo. Un humor que quizá a un millennial, siempre en busca de alguna novedad en el TikTok, no le sorprenda demasiado. Y mucho menos logre arrancarle una carcajada. Nada de lo poco que se dice en ¡Que Viva México! acerca de la 4T o del morenismo es algo que no hayamos visto en los últimos cuatro años. Quizá lo que congela el aliento es que las situaciones, por demás absurdas, que vemos en la pantalla, se corresponden con la realidad de un país que vive en su propia farsa.

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