Teníamos un mes volando todos los días de sur a norte y de regreso. Según la información de la DEA, en algún momento y en algún lugar, tenía que aparecer el premio gordo, es decir, un avión colombiano cargado con toneladas de perico. Podría ser en Chihuahua, Durango o Sinaloa… ¿Cómo saberlo? Eso sí, cada que yo subía con mis muchachos al avión de la PGR, un King Air, en lo único que podía pensar era en qué haríamos al momento en que topáramos al avión colombiano. Porque un día nos lo teníamos que topar. Eso ya estaba cantado.
Años noventa. Todos los días igual. En la mañana el calor pegajoso del sur, y luego de cuatro horas de vuelo, el calor sofocante del norte. Nos quedábamos en el aeropuerto de Durango haciendo guardia, esperando que el Centro Nacional de Mando nos dijera que el avión colombiano ya estaba en territorio mexicano y que había que “bajarlo” por la buena o por la mala. Pero eso no ocurría; ni siquiera la DEA, con toda su tecnología para espiar, podía decirnos cuándo. Por la tarde, de regreso a la base del sur, a pasar la noche. Y al día siguiente igual. Era como estar dentro de una película, en la que la misma escena se repite una y otra vez. Aun dormido me soñaba volando.
Para ese entonces yo todavía no era piloto de la PGR, eran los años rudos, andaba de comandante de grupo en la Judicial Federal. Tenía a mi mando a quince agentes que estaban bien locos. Esa clase de tipos que aman el peligro y odian ser comunes y corrientes; como si vivir con un pie en el panteón y el otro pie en la cárcel, te hiciera especial. Bueno, para algunas morras lo eres. Jamás podrían enamorarse de un ingeniero o de un contador o un médico; les gusta la mala vida, por eso buscan a los policías. Y si son federales les prende más.
Con la morra que yo estaba ese día en mi cuarto de hotel era de Tuxtla. Acabábamos de conocerlos y ya estábamos enamorados. Amor de policía. En eso sonó el teléfono. Siempre inoportuno. “En tres al aeropuerto con toda su gente”. O sea, junta en chinga a los agentes disponibles, se van directo al aeropuerto y se trepan al King Air, al mando del capitán Órrin. Por fin. Tras un mes de espera, el avión colombiano había aparecido con rumbo a
Sonora. Y la DEA ya lo tenía en el radar. El capitán Órrin era de esa gente que te cae bien a la primera de cambio. Para cuando se estrelló, años después, ya la había brincado muchas veces. En su momento fue de los tres sobrevivientes de la masacre de Llano de la Víbora en Veracruz, donde varios federales fueron acribillados por los guachos en medio de una “lamentable confusión”.
Tras un fantasma
El cielo de noche se parece mucho al mar. Provoca el mismo respeto, la misma fascinación, el mismo miedo. Todo es silencio en la cabina. Los muchachos van muy callados. Llevamos casi cinco horas siguiendo a un fantasma. Es decir, todavía no vemos al avión colombiano, pero vamos en su rumbo, guiados por otros dos aviones que vuelan sobre nosotros, uno es del U.S. Customs Service y otro de la PGR.
-Nos quedan quince minutos de petróleo, tenemos que bajar a cargar, mi comandante. -me advierte de pronto Órrin.
Y así como dijo eso Órrin, en el teléfono satelital una voz me pregunta:
-¿Ya están en las coordenadas?
-Estamos a un minuto. -respondo yo.
-A las dos de tu posición, dos millas adelante, mil pies abajo… ¿Lo ves? -me preguntan por el teléfono satelital.
Alargo la mirada entre la bruma. No veo nada, sólo girones de nubes. Y cuando giro la cabeza lo veo. Es sólo un punto, una manchita de luz, que en la lejanía del cielo negro pareciera flotar adelante de nosotros. Sí, sólo que ya no tenemos combustible para seguirlo. Hay que bajar a Hermosillo.
El momento del miedo
La escala en Hermosillo es breve. Despegamos. Como a los quince minutos de estar en el aire me indican que el avión colombiano ha aterrizado en el desierto, cerca de Bahía de Kino. Había gente y camionetas esperándolo. Nos dan las coordenadas. Va de nuevo. Esta vez debe ser la buena. Viramos hacia el Pacífico.
-¿Ya están en las coordenadas? -pregunta otra vez la voz por el teléfono satelital.
Me le quedo mirando a Órrin y él a mí.
-Afirmativo. -contesto por el teléfono…
-El avión está debajo de ustedes. -me dicen por el teléfono.
De pronto miro hacia abajo y lo veo. Es enorme. Un Caravelle de más de treinta metros de envergadura en medio del desierto. Siento como si el corazón se me fuera a salir del pecho. Las manos me sudan, apenas puedo controlar mi respiración. Me pregunto por qué hago lo que hago. ¿Por qué me arriesgo de esa manera si en realidad a nadie le importa? ¿Y si salen unos gatilleros con sus cuernos y nos tiran de plomazos?
-Ya lo vi. -le digo a Órrin.
-Yo también. -responde él.
-¿Cómo ves, bajamos? -le pregunto.
-Vamos a hacer un intento -me dice apretando los dientes y presionando hacia adelante el bastón de mando del King Air.
-¡Sobre de ellos! -exclamo temblando.
Y es que el miedo es cabrón. Siempre hay miedo. Por eso no hay que pensar tanto las cosas. Si te las piensas mucho, terminas por no hacerlas. Órrin enciende las luces de aterrizaje y todo se ilumina al frente. Comenzamos a bajar. Turbulencia. Nubes. No puedo ver. Y entonces vuelve a aparecer el Caravelle en la lejanía. Miro a mis muchachos. Parecen inquietos. Sé que si por ellos fuera se bajaban echando tiros. Sobre la pista improvisada aún resplandecen las fogatas que fueron utilizadas para iluminar el aterrizaje del Caravelle.
No sé qué vaya a pasar cuando se abra la puerta del avión y bajemos. Ni siquiera estoy seguro de que logremos aterrizar. De lo único que estoy convencido es de algo que una vez leí escrito en una tumba, a modo de epitafio: “Todos quieren ir al Cielo, pero ninguno se quiere morir”. Continuará…