Llega una edad en la que a los directores de cine famosos les pega el viejazo, y es entonces que les da por hacer películas que hablan de sus propias existencias. “Roma” de Cuarón y “Bardo” de Iñárritu son sólo dos ejemplos. Pero no son los únicos. Con “Los Fabelman”, su película más reciente, Steven Spielberg nos deja en claro que tampoco pudo resistirse a la tentación de recetarnos parte de su biografía, la cual da cuenta de su infancia y juventud; dos etapas de su vida marcadas por las excentricidades de su madre y una incipiente obsesión por el cine.
Uno esperaría, tratándose de la autobiografía de Steven Spielberg, que el relato de su vida sirviera para retratar lo que significa haberse convertido uno de los directores de cine más célebres dentro de la historia de la cinematografía mundial; alguien que en su momento le dio un nuevo significado a las historias de aventura y acción. Pero no. Esta vez el maestro Spielberg se clava en el melodrama de sí mismo y nos entrega un culebrón de más de dos horas y media, que retrata sobre todo su vida como hijo de familia. O mejor dicho, retrata la vida familiar de Sam Fabelman -su alter ego-, un muchacho judío medio ñoño, el cual tras haber visto El Espectáculo más grande del Mundo, de Cecil B. DeMille, queda cautivado por la magia del cine. “Las películas son sueños que nuca se te olvidan”, le advierte su madre antes de entrar a la sala repleta.
Y no es que la juventud de Sam Fabelman sea por sí misma tan interesante como para dedicarle una película, excepto por la presencia de la madre de Sam, una pianista talentosa y excéntrica, una artista frustrada, quien no tiene más remedio que abandonar la música para criar una familia al lado de su marido. Si bien Sam es un chavito bastante fresón, cuyo carácter taciturno se parece al de su padre, en su pasión por el cine se advierte la influencia del temperamento materno y su gusto por el arte. Ella es su cómplice y su público. Todo va bastante bien, hasta que en una de sus tantas películas familiares, rodadas en 8 milímetros, la cámara indiscreta de Sam capta a su madre muy abrazada de Bennie, el mejor amigo de su padre. Ahí se acaba el encanto.
Cine clásico
Narrada con esa solvencia que se adquiere con años de andar haciendo malabares dentro de las entrañas del monstruo hollywoodense, Los Fabelman es una cinta que se aleja del tipo de cine que llevó a Spielberg a la fama con cintas como Tiburón o El Extraterrestre (E.T.); verdaderos hitos del cine comercial, que definieron una época y recaudaron millones de dólares en salas de todo el mundo, además de lo que generaron por la venta de licencias para producir toda clase de productos y chucherías (merchandising) relativos a las películas.
En Los Fabelman la aventura es dejada de lado en pos de narrar una historia de corte realista, sin grandes pretensiones estilísticas ni rebuscamientos. Con sencillez, con modestia. Muy distinto a la grandilocuencia y el culto al ego, mostrados por Iñárritu en Bardo, su autobiografía. En el caso de Spielberg existe un balance delicado entre el drama, el humor y los lloriqueos (que los hay). Se trata de un cine clásico hecho por un artesano que conoce muy bien los secretos para entretener, aunque por momentos la trama de su historia resulte repetitiva y los personajes no conecten del todo con el espectador. Como es el caso del propio Sam, cuya personalidad carece de algún rasgo que lo haga especialmente entrañable. Ni siquiera es dueño de una gran simpatía o de algún defecto incorregible. Cuesta trabajo pensar que alguien, que a la postre se convertiría en uno de los directores que revolucionarían el cine de Hollywood, en su juventud no mostrara algún trazo de genialidad, o al menos, de rebeldía.
La influencia de John Ford
Spielberg se empeña en retratar a Sam como un cineasta-fotógrafo; es decir alguien interesado, más en crear imágenes, que en construir historias en el estricto sentido cinematográfico. Jamás lo vemos escribiendo un guión o una escaleta, o algún argumento, previo al rodaje de sus películas amateurs. Como si el guión careciera de importancia; como si las películas se concibieran solamente pensando en imágenes. Quizá eso tiene que ver con los guiños que la historia de Los Fabelman hace constantemente al cine de John Ford, uno de los grandes directores de todos los tiempos; un todo terreno, alguien que pasó del cine mudo al cine sonoro, y que además de haber dirigido decenas de películas, fotografió muchas de ellas. Es precisamente en el cine de acción y aventura de John Ford, ese cine de vaqueros y de guerra, de héroes y balazos, donde Sam encuentra no sólo inspiración, sino también el tono y el estilo de las películas que realizará en el futuro.
En este sentido, Spielberg no deja pasar la ocasión de rendir un homenaje a Ford con una escena que sorprende por inesperada, a la vez que justifica por sí misma las dos horas y media de melodrama familiar, que bien podría dividirse en una serie de cinco episodios. Se trata de la ocasión en la que Sam, a la edad de 15 años, va a buscar al viejo Ford a su oficina, y éste, admirablemente interpretado por el veterano cineasta David Lynch, le comenta al muchacho que está enterado de su deseo por hacer películas. Ante la respuesta afirmativa y emocionada de Sam, Ford sólo atina a responder con un gruñido mientras le da una calada a su habano: “Este negocio te acabará despedazando”.
Con esa sola escena, Spielberg resume de manera espléndida lo que significa dedicarse al cine. En las sabias palabras de Ford se advierte lo arduo y espinoso del camino andado. No es un reproche, es más que eso, es una especie de agradecimiento por lo aprendido. Porque de todos los maestros que alguien pudiera llegar a tener, el cine es uno de los más grandes. No es un mentor benevolente ni tiene palabra de honor, pero enseña algo que sirve para esta vida y las que siguen: el arte de la paciencia.