El actor de teatro es intenso por naturaleza. Las condiciones propias de representar un personaje en vivo, ante un público que normalmente se encuentra alejado del escenario, lo obligan a exagerar por igual la voz y la actitud corporal. Claro que de tanta intensidad, muchas veces tanto a los actores como al director de la obra se les pasan las cucharadas. Cuando eso ocurre, el espectador tiene de dos sopas: darse a la fuga, o de plano, chutarse la obra hasta el final. Aunque la experiencia resulte agridulce.
“Primera llamada, esta es primera llamada”, dice una voz de hombre a través de los altavoces de la moderna sala acondicionada como teatro. La gente sigue llegando. Es la primera obra de teatro a la que asisto, que no recibo un programa de mano. Bueno, al menos en la entrada del teatro hay pegada una hojita con una sinopsis de la historia. Básicamente se trata de dos parejas, las cuales a falta de hijos, cada una posee un perro que es su adoración. Un buen día uno de los perros, un rottweiler que nunca vemos, se come al otro, un poodle que tampoco vemos. Cosa que obliga a sus dueños a encubrir el crimen frente a la otra pareja. A partir de esta premisa es que surge el conflicto central de Casa de Mascotas, escrita por el director, guionista y dramaturgo Micah Schraft, basada en Casa de Muñecas del noruego Enrique Ibsen (1828-1906).
“Segunda llamada, esta es segunda llamada”, vuelve a decir la voz. En los laberintos de mi imaginación comienza a delinearse la historia que está a punto de ser contada. Puedo ver al perrote, el rottweiler, con el hocico ensangrentado engullendo al pequeño e indefenso poodle. La sala está casi llena. Un gordinflón de tamaño descomunal va y se sienta precisamente delante de mí. Su espalda es como una pared. Bueno, al menos puedo observar una parte del escenario asomándome por arriba de su enorme cabeza de cuello sonrosado.
“Tercera llamada, esto es tercera llamada, comenzamos”. Dentro de una sala decorada con estilo minimalista aparecen Aarón (Alejandro Calva) y Eva (Mónica Huarte). De inmediato, con una serie de diálogos breves y un humor oscuro, nos plantean que el rottweiler de Aarón se acaba de echar al plato al perrillo de los vecinos (Nicole y Bill). La cosa se complica cuando Nicole (Ximena Ayala) toca a la puerta con una serie de volantes con la fotografía del poodle, para preguntar con desesperación si alguien ha visto al can. Por supuesto Aarón y Eva le ocultan la verdad; ello hace pensar que la obra seguirá por el
camino de la comedia de situación. El cuento promete. No importa que el gordinflas de adelante no me deje ver.
Para ser hay que parecer
Conforme se desarrolla, el texto va tocando sin profundizar distintos temas, que desde el punto de vista de Micah Schraft, podrían resultar de actualidad. Al menos para la clase media gringa. Desde la ya muy manoseada incomunicación entre la pareja, hasta los reclamos por no tener hijos, la historia transita de un estado de ánimo a otro. De un género a otro. Lo que inicia como una comedia se convertirá en algo mucho más oscuro, casi de terror. Eso suena interesante. El pero está en la construcción de los personajes, partiendo desde la manera en que fueron escritos por Schraft, hasta cómo han sido interpretados, tanto por Antonio Castro, director de la obra, como por sus actores.
El texto, cuyos diálogos podríamos calificar de “minimalistas”, no ofrece muchos detalles sobre los personajes. Apenas sabemos a qué se dedican, o cuáles son sus ambiciones o su pasado. Si no sabemos quiénes son, ¿cómo podrían importarnos? ¿Cómo podríamos ser sus cómplices durante su viaje dramático? Y es que a diferencia del cine, en el teatro los diálogos son el medio, por excelencia, para que el espectador conozca la historia de vida de los personajes que está viendo sobre el escenario. ¿De dónde vienen y a dónde van? ¿Por qué actúan de la forma como lo hacen?
En el caso de Casa de Mascotas la endeble construcción de los personajes es un impedimento para que actor se transforme a la par de la historia. En este sentido, el tono actoral se mantiene homogéneo, exagerado, sin variaciones ni matices. El personaje protagónico, en este caso, Aarón, es un tipo gris, que vive en la zozobra y el azotón permanentes. Siempre viste igual y siempre habla igual. Pero no nos queda muy claro por qué. Algo parecido ocurre con Eva, la esposa. La misma en todo momento, neurótica y controladora, sin más sorpresas bajo la manga. En ciertos momentos el personaje de Eva recuerda al personaje de Rocío (la Chío), interpretado con soltura y gracia por la Huarte en la serie televisiva de comedia 40 y 20.
El cachirulazo
En el momento climático de la obra, Aarón hace como que se coloca frente a su amado perro, el rottweiler asesino que nunca hemos visto ni veremos, y al más puro estilo del teatro fantástico de Cachirulo, comienza a recitar un monólogo al aire con un tono llorón, como si el animal (invisible) estuviese frente a él contemplándolo. La escena, que peca de ingenua y poco verosímil, pudo haber sido resuelta con mayor realismo, ya no digamos con la presencia del perro sobre el escenario, sino con una simple fotografía o alguna imagen en movimiento proyectada en una pantalla.
En vez de eso el director recurre al diseño sonoro, sirviéndose de una serie de gruñidos y jadeos caninos, surgidos de los altavoces de la sala, que lejos de conmover, terminan por forzar una sonrisa incómoda. Y es que tanto en el teatro, como en el cine, y en la vida
misma, aquel santo que no es visto no es adorado. Peor aun cuando se trata del personaje central del cuento.