Hace unos días, en el municipio de Medellín de Bravo, en el estado de Veracruz, se halló el cuerpo sin vida de una joven embarazada. Su nombre era Rosa Isela y había sido contactada en redes sociales por una persona para donarle ropa para su futura hija. La desaparecieron, la mataron y le arrancaron del vientre a su bebé.
Rosa Isela era de labios finos, nariz afilada y cuerpo delgado. Tenía tan solo 20 años. Lo que sufrió es una atrocidad por donde se vea: no solo porque le tendieron una trampa ni por la crueldad que supuso aprovecharse feroz y abusivamente de su necesidad, sino también por el acto despiadado de quitarle la vida a esa inocente mujer y extraer a la bebé.
En otras ocasiones, ya he dicho que la teoría del sociólogo alemán Norbert Elias puede ayudarnos a comprender el fenómeno de retroceso civilizatorio que estamos viviendo en México (https://www.elsoldesinaloa.com.mx/analisis/mexico-enfermo-de-violencia-8878742.html). Una de las razones de ser del Estado es que las personas, en una sociedad determinada, renunciemos a la violencia y depositemos su ejercicio en el Estado exclusivamente. Ello trae como consecuencia la pacificación y la reducción de expresiones de crueldad individual. En resumen, Elias diría que los ejemplos de barbarie que experimentamos todos los días en nuestro país están relacionados con la pérdida del monopolio de la violencia en manos del Estado.
El Estado mexicano hace agua: es débil e inepto. Es incapaz de perseguir los delitos y ofrecer seguridad a sus ciudadanos. La impunidad es simplemente rampante: todo mundo hace lo que quiere y las posibilidades de ser detenido y sentenciado son mínimas. El supuesto “monopolio” de la violencia en manos del Estado mexicano es ya una simple ficción, pues rivaliza con la violencia de las muchas formas de delincuencia organizada y, además, está puesta en duda ante las expresiones cada vez más frecuentes de violencia particularmente salvaje por parte de ciudadanos ordinarios.
Pero no deseo abundar en este aspecto, pues –como dije antes– de ello ya he hablado antes en otras entregas. En esta ocasión, lo que me gustaría subrayar es que, ante la debilidad y la permisividad del Estado mexicano, vemos y –anticipo– seguiremos viendo expresiones “innovadoras” de violencia cruel, es decir, nuevas y diversas formas de actos de barbarie en nuestro país. Quienes de forma desalmada citan a una joven embarazada, atrozmente la matan y le extraen de su vientre a su bebé, no son personas “víctimas” de la “pobreza” ni “orilladas” por la necesidad. Hay países más pobres que México, pero más pacíficos y ajenos a actos inhumanos de estas proporciones.
Lo que mueve a esas personas en casos como este no es la indigencia, sino la ganancia económica que para muchos sería inconcebible, pero que solo es posible en un contexto de impunidad. Y si bien no todos los actos de barbarie obedecerán a razones vorazmente económicas, el denominador común sí es un Estado ineficaz para atajar la impunidad. Lo lamentable es que, frente a cada nuevo hecho de violencia particularmente horrenda, vamos normalizando la barbarie y relajando nuestros umbrales de desagrado y rechazo por la violencia. En México, ya hemos visto gente quemada viva en plena luz del día y videograbada con celulares, hemos visto gente disuelta en ácido, hemos visto personas colgadas en puentes –y muchas cosas más, pero que de ningún modo son normales en otros países–. Es decir, cada vez que se rompe un tabú, ello hace posible otro acto peor, más salvaje y monstruoso. De ahí que sea posible, como dije antes, que veamos cada vez nuevos y diversos actos de barbarie. Y por otra también es posible concluir que la normalización y el relajamiento ante la “innovación” de la violencia provoquen un inevitable aletargamiento de la indignación.
El caso de Rosa Isela, por sus características, debió ser un quiebre nacional. El presidente de la república, con el poder de la palabra de sus conferencias matutinas, debió ofrecer un mensaje. Los ciudadanos debimos hacer una pausa. Sentir que, como sociedad mexicana, cruzamos un límite. Como cuando los estadounidenses castigaron con su voto a Donald Trump en un afán de recuperar la decencia en el ejercicio de poder. Como cuando los iraníes salieron a las calles por la muerte de una joven que fue detenida por no usar “correctamente” el velo. El caso de Rosa Isela debió ser un escándalo por su fragilidad y vulnerabilidad, por la trampa y el engaño, por la crueldad de matarla y la violencia de arrancar a su bebé de sus entrañas. Pero no fue un quiebre ni un escándalo.
En virtud de esta “innovación” de la violencia de la que he hablado, debo confesar que yo jamás imaginé que eso se le hiciera a mujeres embarazadas. Más aún, es posible que en el futuro veamos, aunque sean “aislados”, otros casos más inhumanos que aún soy incapaz de imaginar. Esa posibilidad estará latente y será absolutamente válida mientras el gobierno no combata de manera frontal la impunidad. Y eso, a su vez, no ocurrirá en tanto no emprenda una refundación de la Fiscalía General de la República y de todas las fiscalías estatales. Si este gobierno federal hubiese querido transformar verdaderamente la dura realidad que vivimos los mexicanos, no debió dejar escapar su oportunidad para reformar el sistema de procuración de justicia. Pero eso, mi estimado lector, no ocurrió ni ocurrirá. Al menos, a este grado del sexenio, ya no.
Mientras tanto yo confirmo, para mí, un par de conclusiones. En primer lugar, me siento cada vez más convencido de mi pesimismo y mi desencanto por mi país. No lo invito a que se sume a este pesimismo, eso es asunto suyo. A lo que sí lo invito es a mi segunda conclusión: me siento cada vez más convencido de que, ante la realidad mexicana, lo que se requiere es fortalecer el espíritu crítico: la crítica de lo que no queremos para nuestro país y de lo que debe cambiar. El riesgo es que esta actitud sea recibida con un: “uy, qué criticón, uy, qué pesimista”. Sin embargo, creo que casos crueles como los de Rosa Isela no merecen nuestra indiferencia. Merecen nuestra crítica y nuestro rechazo.