En política, hoy en día, la popularidad (la Real Academia la define como la aceptación y aplauso que alguien tiene en el pueblo) es un asunto de especial relevancia para quienes buscan los cargos públicos y tanto más para quienes ya los ostentan. Muchos gobernantes han sido populares en la Historia. En la Roma de los emperadores, hubo varios que gozaron de popularidad, por lo menos en sus inicios. Ya hemos hablado de los excesos y corrupción del popular Calígula o, en el caso de otro emperador popular como Nerón quien, constantemente ávido de fondos públicos para financiar sus caprichos, saqueó de manera permanente hasta los tesoros de los templos y las arcas de las provincias. Era tal su avidez que, para apoderarse de las posesiones de algún senador, inventaba conspiraciones contra él o los acusaba de traición o sedición ante el propio Senado, forzando a muchos al suicidio y si no, los mandaba a asesinar sin más. Nerón, seguro de su impunidad llegó al extremo demencial de confesar ante el Senado que ordenó asesinar a Agripina, su propia madre, al igual que a su primera esposa Octavia y a su segunda esposa Popea. Con Nerón, el Senado romano fue siempre indulgente y adulador hasta el final de sus 14 años de reinado, pero cuando el despotismo del emperador fue tornándose inmanejable y constatar que tampoco le quedaban a este apoyos políticos, decidió declararlo enemigo público. Sin amigos, Nerón se fue de Roma y se ocultó en su casa. Con ayuda de un esclavo, cometió suicidio. Al igual que otro emperador popular como Calígula, Nerón fue declarado por el Senado como enemigo del Estado y se emitió una damnatio memoriae, una “condena de la memoria” en la cual se borraba el nombre de los monumentos o se destruían las imágenes públicas que recordaran al condenado o hasta la prohibición de usar su nombre.
La confianza es también una virtud por la que suspiran los políticos. La Real Academia nos dice que consiste en la esperanza firme que se tiene de alguien o algo o la seguridad que alguien tiene en sí mismo. Todo aspirante en la política pide por esa razón un “voto de confianza” en una elección, que los ciudadanos depositen en él una esperanza, que al final viene a ser una expectativa optimista. Se entiende que si se defrauda esa confianza optimista, esos deseos alcanzables que no pudo o no supo o no quiso materializar quien solicitó la confianza, se presenta una decepción que tiene consecuencias. En las democracias electorales esta decepción se traduce en no votar más por tal candidato o por el proyecto que representa, sin importar la popularidad que éste alguna vez tuvo o la que apenas todavía conserve. En los sistemas parlamentarios de gobierno, la pérdida de confianza en el Gobierno supone su cese y la obligación de convocar a nuevas elecciones o formar nuevo gobierno. La acepción negativa de la confianza se define como presunción y vana opinión de sí mismo.
Ignoro si la popularidad de la que presume el presidente y sus adeptos y compañeros de viaje se traduce ahora o se va a configurar mañana en la confianza electoral imprescindible para continuar su proyecto de gobierno, pero más vale que los ciudadanos podamos confrontar desde ahora la esperanza que hizo albergar a los electores con sus propuestas de campaña y los resultados obtenidos a poco más de un año de finalizar su sexenio.
Porque López Obrador desde su campaña a la presidencia pidió el voto para votar por él y por los candidatos de su coalición y en contra de los demás partidos y candidatos “a los que ya se les dio la confianza y no cumplieron”. En 2017 hizo un decálogo de propuestas de campaña de lo que sería su gobierno. Se pronunció a favor de un Estado Democrático de Derecho con igualdad y condiciones de competencia política justas y en que terminaría con la corrupción a través del ejemplo y de convocar “al pueblo para hacer de la honestidad una forma de vida y de gobierno”; dijo: “Vamos a suprimir fueros y privilegios; bajaremos los sueldos de los de arriba, empezando por el del presidente de la República, y aumentaremos las percepciones de los de abajo; maestros, enfermeras, médicos, policías, soldados y otros servidores públicos delos niveles salariales inferiores verán incrementados sus ingresos”, si triunfa garantizará la “atención médica y medicamentos gratuitos a toda la población”, “el Estado promoverá desarrollo económico y aseguró que no se incrementarán los impuestos ni la deuda pública, pues “con los ahorros producidos por el combate a la corrupción (habló de 500 mil millones de pesos que aún no aparecen) y al suprimirse los gastos suntuarios, será posible financiar proyectos productivos y de creación de empleos”. Ofreció en ese momento de promesas, amnistía a criminales que accedan a cooperar para pacificar al país, mudar las dependencias federales a distintos estados, eliminar el fuero, cancelar la reforma educativa, sustituir el proyecto del Nuevo Aeropuerto capitalino por dos pistas en la base militar de Santa Lucía. Cumplió con los criminales, aunque no dándoles amnistía, sino una mejor política: abrazos y no balazos, de la que se ufana cada que puede. Y es real: muy pocas aprehensiones de jefes o miembros de la delincuencia organizada y el sexenio homicida más violento del que se tenga memoria, con los índices de inseguridad más altos de los últimos sexenios. De la erradicación de la corrupción mejor no hablamos. México cayó de posición en un índice sobre la capacidad para combatir la corrupción. El Índice de Capacidad para Combatir la Corrupción (CCC), presentado anualmente por el Consejo de las Américas y que clasifica a 15 países de América Latina según la eficacia con la que pueden combatir la corrupción, reveló que México siguió en su trayectoria descendente desde 2019 y este año cayó del puesto 11 al 12, tan sólo por delante de Guatemala, Bolivia y Venezuela.
El candidato en campaña prometió un crecimiento a ritmo promedio de la economía de 4% anual y decía que superaría el mediocre promedio de 2% en que había crecido la economía en los tres sexenios anteriores. “Es fundamental –decía el candidato- lograr el crecimiento de la economía, se necesita el esfuerzo de todos, no se podría hacer sólo con la participación del sector público”. Hoy, se registran los niveles más bajos de inversión privada nacional y extranjera y una contracción del empleo alarmante. De acuerdo a las proyecciones del FMI, será una década completa de 0 crecimiento per-cápita. México es el país que más ha decrecido per cápita en la región, cuando 13 de 17 sí crecieron durante el mismo periodo. Se tendrá un crecimiento del PIB en todo el sexenio de 1.34%, equivalente a un crecimiento promedio por año de 0.22%. BBVA bajó su meta de crecimiento del PIB para 2023 a sólo 0.6% muy inferior a la optimista e irreal meta de Hacienda de 3%. México sería la única gran economía de América Latina con un Producto Interno Bruto real menor al registrado en 2019, declaró Alonso Cervera, economista en Jefe para América Latina de Credit Suisse y añadió que “para los otros 21 países, el FMI estima que el PIB real en 2023 será en promedio 7.3% mayor al del 2019 (pre-pandemia). Mediana de 6.0%”. En ese grupo de 21 economías latinoamericanas que superarían su nivel prepandemia se encuentran Brasil, Argentina, Chile, Colombia y Perú; estos tres últimos socios de México en la Alianza del Pacífico. Con las nuevas estimaciones del FMI se estima que el PIB per-cápita de México cerrará -4.2% (el mayor dato negativo de los países del continente americano para el período 2018-2024) por debajo del nivel que tenía al cierre de 2018. Regresar a su nivel del 2018, estima el FMI, ocurrirá en 2027 o 2028 si bien nos va. En 2 años se ha triplicado la migración mexicana a los Estados Unidos, cuando antes de 2020 ya se registraban tasas de migración muy cercanas al 0%. 44% de mexicanos en pobreza. En 2020, según Coneval, hubo un aumento de 3.8 millones de personas en situación de pobreza en contraste con 2018, y la política de López Obrador sigue una estrategia que privilegia los programas sociales clientelares pero no una que active y potencie el crecimiento económico y la generación de empleos. Así, difícilmente se logrará reducir la pobreza.
¿Deben ser las razones o las emociones las que nos tendrían que guiar a los ciudadanos para depositar –o no- nuestra confianza en candidatos o promesas de campaña y proyectos de gobierno? O solo con la popularidad nos basta.