Lo siguiente, es el esbozo de una idea inicial de una novela que me propongo escribir. Historia que sólo tiene esta idea inicial. Aquí, ahora, será, sin mayores pretensiones –y gracias a la paciencia y generosidad de los editores- una historia brevísima. Adaptar el género al del artículo de opinión o columna parece una herejía, así que si fracaso estrepitosamente, estimado lector, recuerde que si bien he recibido alicientes de personas importantes para mí para escribir una novela, éste bodrio lo ideé yo solo. Hay un único responsable.
El último de los limes romanos, el Limes Arabicus o Limes Palestinae los más alejados límites fronterizos orientales del Imperio romano en defensa de la provincia de Arabia, frente a la Arabia sin control romano como la Arabia Deserta del norte y la Arabia Felix al sur. Los limes, toda una cadena de fuertes que protegía el territorio romano de las tribus beduinas del desierto. Un mundo inmenso, un vasto territorio de 1500 kilómetros desde el norte de la provincia de Syria hasta el sur de Judea y Egipto (Palestinae). Aquí estaba yo, Cayo Lucio Aquilio, centurión primi ordines de la primera cohorte de la Legio VI Ferrata, que combatió en la Guerra de las Galias, la Guerra Civil en Roma, contra los partos y en Judea, y ahora defiendo mi vida y la de mi legión como cuando niño jugaba Caput aut navis, el juego de cara o cruz, ahora de vida o muerte. Veo por allá revolviéndose como un león a mi optio Décimo Iunio Lucano, pero no veo ondear nuestro signum, nuestra enseña de la centuria, ni a nuestro signifer Aulo Ciro. Tampoco a mi otro suboficial Tito Aneo, nuestro Tesserarius, quien nos daba a conocer la contraseña -tesera- de seguridad de cada día. En este confín de Roma, mi legión ha perseguido por muchos estadios a los atacantes que nos han devastado como a las legiones de Marco Licinio Craso (procónsul de Syria), en Carras, en una aniquilación casi completa. Hemos sido perseguidos y marchamos sin tregua ni descanso, en dirección desconocida. Estoy desorientado, confundido. Me pregunto ¿cómo es que ha pasado esto, con mi experiencia? No lo sé, es una respuesta absurda, pero es lo primero que se me viene a la cabeza. No soy Publio Aelio Tiro, que comandó –con la ayuda de buenos patronazgos- una cohorte a la edad de catorce años. En el Consejo de oficiales, a la cabeza de todo, los legados, los tribunos militares, los prefectos de la caballería y los centuriones de la primera cohorte, tal vez hemos cometido errores graves en esta campaña, pero no merecemos morir así. No reconozco hacia dónde guiar a mi legión. No sé cómo regresar a mi cuartel con los sobrevivientes, a la seguridad, con los nuestros… No sé cuál es el camino de regreso a casa.
No sé por qué estoy pensando ahora los veinte años que me llevó ascender a centurión, contrario al niño Publio Aelio Tiro. Mi vida está pasando en segundos. Pienso también en lo que otros oficiales veteranos me comentaban en mi juventud: que en la época de Domiciano un legionario común ganaba 1200 sestercios. Después, en su carrera de ascenso juvenil como centurión, ganaba 20,000 sestercios y ahora como centurión jefe veterano percibo la fabulosa suma de 100,000 sestercios. Comparado con los 2 mil sestercios anuales que gana un jornalero, y los 4 sestercios que cuesta una buena copa de vino de Falerno, mi salario es de privilegiados.
Salimos hace cuatro días, de la fortaleza legionaria de Adrou (Udruh, Jordania), al este de Petra. Desde ella se podía ver, a muchos kilómetros de distancia, otras torres o puestos militares, como Qasr Bshir, desde donde se observan las torres de Qasr Abu el-Kharaq, Qasr el-Al y Qasr Abu Rukba. Antorchas y humo se usan para comunicarlas, de día o de noche. No veo ni una señal. Cada 100 kilómetros, hay castra (cuarteles, fortalezas) cada 100 kilómetros (62 millas) y sirven como línea de protección.
Hace tres días fuimos atacados antes de llegar a Qasr Abu Rukba, en medio de la nada, de las dunas y al amparo de una tormenta de arena. Caballería e infantería nómada nos golpearon de manera fulgurante. Cada manípulo (unidad de la legión romana compuesto por dos centurias de 80 hombres cada una), reaccionó como estaban entrenados, pero los beduinos parecen invisibles, ser uno con la arena, salieron de ella y fueron muchos más que nosotros. Toda la legión luchó como un solo cuerpo. A los hastati (legionarios jovenes) les oía rugir en el combate. Los princeps (legionario en torno a treinta años) los relevaron después y parecía que resistíamos. Al final, nuestra élite, los triarii (triarius legionarios veteranos, más experimentados) hizo retroceder a los beduinos. Pero era un espejismo del desierto. Ellos brotaron de nuevo de la arena, nos dividieron, nos dispersaron, nos masacraron. Un día nos costó encontrar sobrevivientes. Nos acechan. Nos persiguen. Décimo Iunio Lucano y yo no logramos orientarnos ni sabemos hasta dónde hemos llegado en la refriega.
He aquí al centurión jefe, con los atavíos propios de mi rango, magullados, polvorientos, ensangrentados, sin poder mostrar a lo que queda de mi legión la desolación en que me encuentro, mi tribulación, mi desconcierto, mi temor y a la vez mi espíritu y valor que tengo dentro de mí.
Los legados (comandantes militares) allá en el campamento se preguntarán si estamos vivos o muertos. No puedo mandar emisarios porque no sabemos dónde estamos y hacia dónde debemos ir. Debemos recomponernos. Si nuestros comandantes sospechan lo que nos ha pasado y la encrucijada en que me encuentro, pueden también preguntarse sobre mí: ¿Y si no sabe desandar el camino y no se orienta en cómo regresar a casa? He estado perdido, pero quiero regresar. Alguna estrella me enseñará el camino a casa.