La ominosa amenaza contra la Constitución y contra la democracia no ha desaparecido, pese a la entusiasta y multitudinaria concentración del 26F en más de 100 ciudades de todo el país y en la capital de la República. Lo expresó muy claramente un jurista destacado, el ministro en retiro José Ramón Cossío, uno de los oradores oficiales en la concentración del domingo en la Ciudad de México: “quienes quieren reformar las leyes electorales, quieren controlar las próximas elecciones”. Los demócratas, en política, aspiran a ganar las elecciones en donde se presenten, en un entorno de equidad, imparcialidad, transparencia, eficacia y confiabilidad de los procesos electorales; los que no lo son y tienen un proyecto político autoritario, pretenden controlar y manipular a su antojo, desde el poder, esos mismos procesos. Con el “plan B” electoral, el socavamiento de las instituciones que hacen posible la democracia y el ataque a los procesos políticos que se encuentran amparados en la Constitución, no provienen de algún grupo de lo que se ha dado en llamar por la doctrina “oposición desleal” (oposición que no tiene compromiso con el régimen democrático existente) o grupos antisistema que no están integrados al gobierno, sino que estas acciones dirigidas premeditadamente a subvertir el orden político y constitucional del país, tienen su sede o fuente original en dos de los tres poderes del Estado mexicano, esto es, la propia presidencia de la República y los serviciales parlamentarios de López Obrador en el Congreso. Desde dentro del Estado se quiere debilitar a la democracia y golpear a la Constitución. Elocuentemente, el discurso del ministro en retiro Cossío Díaz reflejó esto: “si estos procesos, los electorales, no se realizan debidamente, una persona puede asumir, puede creer que su proyecto de gobierno puede sernos impuesto sin importar lo que pensemos… a finales del año pasado, asistimos al intento deliberado y consciente del actual gobierno y de sus mayorías parlamentarias para hacerse, desde la Constitución, con el sistema electoral”.
Resulta difícil de entender así como también de aceptar, para una sociedad democrática, que sea su propio presidente de la República quien, utilizando sus amplios poderes constitucionales y meta constitucionales y el dominio servil ejercido sobre todos los parlamentarios de su movimiento, encabece, instrumente y promueva las acciones que más daño hacen a lo que concebimos como Estado de Derecho, justo lo contrario de aquello para lo que su investidura constitucional se encuentra obligado a cumplir. Resuena aquí lo dicho por José Ramón Cossío el domingo: “argumentar la mera prevalencia de la política, de un proyecto político, de un hombre que considera que su proyecto político nos puede ser impuesto a todos, implica ponerse fuera del orden jurídico que sustenta el propio cargo que ahora ocupa”.
Quizá podamos entender si consideramos que no estamos ante un demócrata y que tampoco lo son sus subordinados en el Congreso, ni creen ni respetan a la Constitución ni tampoco al Estado de Derecho. Vistas sus acciones, buscan apropiarse del Estado, con voluntad patrimonialista, autoritaria y antidemocrática desde luego, y de expoliación. El “plan B” electoral, junto con la sistemática destrucción institucional en todos los órdenes emprendida desde antes siquiera asumir la presidencia de la República, busca generar un ambiente de inestabilidad política de cara a las elecciones del 2024, porque trata de debilitar y hacer ineficiente al árbitro electoral, al mismo tiempo que el gobierno busca meter mano y controlar –como era antes del IFE-INE- los procesos electorales, porque, convenientemente, como lo dice Gianfranco Pasquino*: “la inestabilidad política a menudo es un signo del derrumbe del régimen, dado que deteriora las instituciones, los partidos y también, naturalmente, la comunidad política”. Es la subversión de la democracia.
La amenaza a la democracia mexicana, a las libertades de todos, se encuentra en el único poder del Estado que no se integra colegiadamente, sino unipersonalmente. Sin embargo, eso no quiere decir que una sola persona detente todo el poder ni el máximo poder de la República. La oposición no sólo debe asumirse como corresponsable de la estabilidad del régimen democrático, sino también reconocerse como representante de la sociedad. La bandera y el modo universal de reconocimiento de toda la oposición son la democracia, los demócratas, la Constitución, la República, las libertades y los derechos. Ponerse de acuerdo, con la participación relevante de la sociedad democrática, e ir unidos en una candidatura común a la presidencia. Generar las condiciones y el entusiasmo por la participación electoral masiva, sin precedentes, de los ciudadanos cuando llegue el momento de la elección. El peligro antidemocrático debe unirnos a todos los demócratas, esta es la única dicotomía, los únicos bandos que hay que elegir.
Como en la batalla de Salamina, decisiva para el mantenimiento de la democracia y las libertades y su desarrollo en la cultura occidental de la que provenimos, en donde el gran estratega griego Temístocles supo que plantear batalla en tierra a la tiranía y al gran ejército persa significaría una derrota segura y que en cambio, presentar un frente de batalla naval con sus embarcaciones ciertamente más pequeñas, pero también con mayor capacidad de maniobra, lo podría llevar a una victoria –lo cual ocurrió- ante el más potente ejército jamás visto, hoy es tiempo de los defensores máximos de la Constitución, es tiempo de los jueces, de la Suprema Corte, cuyos ministros analizarán la manifiesta inconstitucionalidad del plan que busca revertir la democracia electoral que ahora tenemos los mexicanos. Por eso, la lucha por el Estado de Derecho es la defensa de la Constitución que librarán –y libran ya- los jueces democráticos. Unos modernos héroes de Salamina.
*Gianfranco Pasquino, Sistemas políticos comparados, Bononiae Libris-Prometeo Libros, Buenos Aires, Argentina, 2004.