Ciudadano en la polis | Amigos y enemigos de la democracia – El Sol de Sinaloa

En su historia, México no ha podido vivir en una verdadera democracia sino hasta 1997, en que con la ayuda del nuevo y ciudadanizado Instituto Federal Electoral se garantizaron comicios creíbles en que los ciudadanos y los actores políticos tuvieron certeza en la organización, preparación y conteo de los votos, así como la justicia electoral aplicable, comicios en los que el PRI como partido hegemónico perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y la oposición conjunta dominó esa cámara legislativa. La alternancia en el poder del año 2000, con el arribo de Vicente Fox del PAN a la presidencia de la república, fue fruto también de la institucionalización de la democracia, así como las siguientes alternancias en todos los cargos de elección de cualquier nivel y de la presidencia de la república hasta nuestros días. Desde 1997, se han sucedido una variedad de reformas electorales que en su inmensa mayoría han provenido de la oposición. A lo largo de todo este tiempo, gobiernos y oposiciones han sido de distinto signo unos y otras, y las reformas se han aprobado a pesar o con acompañamiento de los gobiernos de la transición, incluso hoy podemos criticar algunas de esas reformas electorales instrumentales u organizativas, pero la constante histórica ha sido la permanencia del instituto electoral (hoy INE) y su fortalecimiento en la organización, atribuciones y elección de sus miembros. De lo que no ha habido duda a partir de 1997, es en la confianza en el árbitro electoral y en la confiabilidad y certeza en las elecciones que éste organiza. Por eso, como dice Robert Dahl* cuando analiza las relaciones entre los diferentes actores políticos en un régimen en transición, en cuanto afirma que: “no puede esperarse que los contendientes en una situación conflictiva se toleren mutuamente si uno de ellos cree que transigir con el otro le ocasionará su propia destrucción o le inflingirá graves sufrimientos. Las probabilidades de aplicar la tolerancia aumentan cuando los grupos no esperan lesionarse seria y mutuamente. De forma que el precio de la tolerancia puede disminuir si se conceden garantías mutuas y eficaces contra la destrucción, la coacción extrema o el castigo riguroso. De aquí que la estrategia de la liberalización exija la búsqueda de tales garantías”. Los actores en el proceso de la transición política mexicana buscaron y encontraron precisamente esas garantías, principalmente, en el árbitro electoral que hoy se llama INE.

En el caso de los presidentes de la transición, desde Ernesto Zedillo en 1997 hasta Peña Nieto, jamás el árbitro electoral había sufrido el ataque antiinstitucional desde la presidencia de la república o desde las cámaras legislativas que se han constituido desde entonces. Solo hasta ahora que, atípicamente, el poder presidencial actúa como una especie de oposición anticonstitucional, desleal, que no acepta ni reconoce las reglas democráticas que impone la Constitución y busca pasar sobre ellas con un antagonismo antiparlamentario que pretende evadir cualquier control de la legalidad y de la constitucionalidad de sus actos.

Se puede ir más atrás en el tiempo, pero desde 1997 los conflictos y disputas políticas -naturales en un sistema democrático-, ocurrían entre el grupo político en el poder y la oposición que pretendía desplazarlo –por medio de las elecciones- de él. Como excepción, un intento golpista, de oposición desleal y anticonstitucional, fue el que desplegó López Obrador cuando quiso obstruir la toma de posesión de Felipe Calderón como presidente de la república, inventando la patraña del fraude electoral.

En nuestra democracia noventera, con todas sus deficiencias, ningún presidente –salvo ahora López Obrador- había entrado en franco conflicto, enemistad e injuriado directamente a una buena parte de sus gobernados como lo hace el actual. Desde nuestro arribo a la democracia, la sociedad política y los ciudadanos no habíamos tenido que preocuparnos tanto en que un día sí y otro también, incluso desde antes de asumir el cargo, el presidente que se supone es de todos los mexicanos, se propusiera realizar acciones y premeditadamente también omisiones que destruyen, dañan, empobrecen y arruinan al país en economía (más de 4 millones de nuevos pobres durante este sexenio, según el CONEVAL), seguridad (el sexenio más escalofriante en número de muertos), educación, salud, desarrollo social, corrupción y opacidad desmedida y capacidades institucionales, todas destruidas. Y con voluntad de hacer más daño.

Sabemos que no debe tomarse como ejemplo de nada, pero por lo menos se desea que López Obrador se diga a sí mismo y encuentre en ello convencimiento, tan pronto como en la próxima mañanera, lo que públicamente dijo en su momento Peña Nieto, aquello de: “No me levanto pensando en cómo joder a México”.

*DAHL, Robert A., La Poliarquía. Participación y oposición, Ed. Tecnos, Madrid, 1989.

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