En los orígenes del proceso judicial y de la actividad de los jueces, se consideraba esta tarea como una actividad rutinaria. En la Antigua Roma, el juez (iudex) no era un prominente hombre de leyes. Antes del período imperial, era un lego que fungía más una función arbitral de acuerdo con fórmulas proveídas por otro funcionario, el praetor. Este iudex no era experto en derecho y sus facultades eran muy limitadas y, en ocasiones, recurría al jurisconsulto en busca de asesoría legal. Durante el período imperial, la función de dirimir las disputas y controversias recayó en funcionarios públicos que estaban muy bien formados en las disciplinas jurídicas del Derecho, pero que su función principal era la aplicación de la voluntad del emperador. Con la Revolución francesa y el surgimiento del dogma de la separación estricta de los poderes, la función judicial se vio restringida, es decir, imperaba la noción de que los jueces no debían interpretar la legislación incompleta, conflictiva o confusa, sino debían referir tales asuntos a la legislatura para su interpretación autorizada. En El espíritu de las leyes Montesquieu elaboró la teoría de la división de los poderes del Estado y, al referirse al Poder Judicial le asignó un rol secundario, de simple aplicador de la ley. Decía que “el juez es la boca de la ley”. El juez, al aplicar la ley, no podía contradecir la voluntad del legislador, titular indiscutible de la soberanía popular por delegación del pueblo. De aplicador ciego y mecánico de la ley en los orígenes del Estado de Derecho y la división de poderes, hoy el juez desempeña un papel mucho más activo y fundamental: es el principal protector de los derechos fundamentales y, a través de la interpretación de la norma desde la Constitución, es creador del Derecho.
La doctrina constitucionalista italiana sostiene que los jueces figuran una suerte de “operadores políticos”, en cuanto están institucionalmente llamados a incidir sobre la realidad social. Así, la diferencia entre el juez y los otros “operadores políticos”, consiste en que mientras estos actúan siempre como partes, el juez, al contrario, no es portador de un particular interés, pero valora intereses de otros y tutela las interrelaciones entre ellos, que reconoce conforme a la Constitución y al derecho objetivo. El juez no está alejado de la realidad social y política en que interviene con su función. De ahí que si bien –como lo dice Mauro Cappelletti- la profesión y carrera de los jueces pueden distanciarse de las realidades de la sociedad, su función misma lleva a los jueces hacia esas realidades, puesto que deben decidir en procesos que afectan a personas vivas, hechos concretos y problemas reales de la existencia cotidiana.
Por estas razones, debemos poner atención a la problemática –muchas veces ignorada y minusvalorada- que nuestros jueces y magistrados afrontan en el
ejercicio de su función. Así como las decisiones de nuestros jueces y magistrados inciden en nuestros problemas y repercuten en nuestras vidas, las decisiones de los otros poderes, el Legislativo y el Ejecutivo, sobre todo en los Estados de la Federación, inciden en la conformación de lo que puede llamarse el espíritu de cuerpo de la judicatura y, cuando esa incidencia es contraria a los principios constitucionales, afecta no solamente a las garantías de los juzgadores, sino también lo hace negativamente en la función jurisdiccional, que como recientemente lo ha dicho la Suprema Corte en jurisprudencias firmes, en referencia a la ratificación o reelección de Magistrados dentro de los poderes judiciales de los Estados, “además de ser una garantía a favor de los funcionarios judiciales que se encuentren en el supuesto, se traduce en una garantía que opera a favor de la sociedad, pues ésta tiene derecho a contar con Magistrados capaces e idóneos que cumplan con la garantía constitucional de acceso a la justicia de los gobernados”.
Paradigmático de esta circunstancia, ha sido el amparo en revisión 152/2022, fallado en sesión de 13 de julio por unanimidad de cinco votos de los Ministros integrantes de la Segunda Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), donde la quejosa fue una Magistrada del Poder Judicial del Estado de Veracruz que contra todo derecho no fue ratificada en su encargo por el Congreso de su Estado y fue amparada por la justicia federal. Decisión esta última de la Corte que se apoyó a su vez, entre otras, en las jurisprudencias P./J. 21/2006, P./J. 23/2006 y P./J. 24/2006, relativas en sus títulos a que de acuerdo al alcance del principio constitucional de ratificación o reelección a que se refiere el artículo 116, fracción III, penúltimo párrafo de nuestra Constitución federal, la ratificación o no de funcionarios judiciales locales es un acto que trasciende los ámbitos internos de gobierno, por lo que es exigible que esté debidamente fundado y motivado (sujeto al control racional del derecho). Este acto como otros de igual naturaleza de los congresos de los Estados, es importante porque como lo ha sostenido en múltiples ocasiones la SCJN: “la naturaleza constitucional de tales decisiones no permite, pues, la posibilidad de que el legislador las caracterice como soberanas y discrecionales”, es decir, como decisiones que los legisladores pueden tomar legibus solutus, libres de ataduras legales y constitucionales, sujetas solo a los vaivenes y consideraciones políticas personales de los grupos parlamentarios y que estas decisiones sobre estos temas (ratificación o no ratificación) “deben ceñirse a las exigencias constitucionales de motivación y fundamentación, incluso de manera reforzada, es decir, que de ellas se desprenda que realmente existe una consideración sustantiva, objetiva y razonable y no meramente formal y hueca de la normatividad aplicable”. La naturaleza
constitucional de tales decisiones no permite, pues, la posibilidad de que el legislador las caracterice como soberanas y discrecionales, sino sujetas a principios y criterios directivos provistos en la Constitución para todo acto de autoridad, que brinden seguridad jurídica al mismo tiempo que hagan posible para los gobernados interponer los medios de defensa pertinentes y en última instancia el juicio de amparo. Así como la obligación de los jueces de motivar sus decisiones significa que deben ofrecer buenas razones en la forma adecuada para lograr la persuasión, igualmente un buen argumento, una buena fundamentación judicial o en el caso parlamentaria, significa, entonces, un razonamiento que tiene una estructura lógica reconocible y que satisface un esquema de inferencia válido —deductivo o no—; basado en premisas, en razones, relevantes y suficientemente sólidas (al menos, más sólidas que las que pudieran aducirse a favor de una o de otra decisión); y que persuade de hecho o que tendría que persuadir a un auditorio que cumpliera ciertas condiciones ideales: información suficiente, actitud imparcial y racionalidad, añadiendo el respeto de las reglas de la discusión racional por parte de los participantes en la argumentación, de los autores de la motivación.
La Corte, en su jurisprudencia de obligada aplicación, establece que si bien es cierto la decisión de ratificar o no a los Magistrados de cualquiera de los Tribunales Superiores de Justicia de los Estados corresponde en última instancia a sus respectivos Congresos Locales, ello no los dota que sea una facultad soberana y discrecional, en virtud que existe un procedimiento previo, del que deriva un dictamen (dictamen técnico regularmente elaborado por el propio Pleno de cada uno de los Tribunales Superiores de Justicia estatales, en el que se analice y emita opinión sobre la actuación y desempeño del magistrado), el cual debe analizar y estudiar cada Congreso para resolver sobre la ratificación o no del funcionario público en comento.
Como lo sostiene la Corte en su jurisprudencia y sentencias afines, “la inamovilidad de los Magistrados de los Poderes Judiciales locales se erige constitucionalmente como una institución que tiende a garantizar la independencia judicial, al lado de la cual y para los mismos fines, se instituyeron la independencia en el ejercicio de las funciones de los Jueces y Magistrados, así como el principio de carrera judicial que exige que las Constituciones locales y leyes secundarias establezcan las condiciones para el ingreso, formación y permanencia de todos los funcionarios que sirvan a los Poderes Judiciales de los Estados. El principio de estabilidad o seguridad jurídica en el ejercicio del encargo, destacando que esta noción fundamental de certidumbre es un aspecto que debe garantizarse desde el momento en que inicia el ejercicio de la función pública y que esta regla no tiene como objetivo principal inmediato la protección personal del funcionario judicial,
sino la salvaguarda de una garantía social a través de la cual se logre que las entidades de la Federación cuenten con un cuerpo de Magistrados y Jueces que, por reunir los atributos exigidos por la Constitución, hagan efectivos los derechos fundamentales de justicia pronta, completa, imparcial y gratuita”.
En la base de todos los sistemas de justicia constitucional está la política y está la jurisdicción. Los diferentes sistemas nacen de la diversa dosificación histórica de estos dos momentos: y un buen sistema de justicia constitucional es aquél que alcanza a individualizar un justo punto de equilibrio capaz de evitar tanto la “politización” de la justicia como la “judicialización” de la política.
La magistratura, en realidad, realiza una necesaria composición judicial del pluralismo social (en la Política) y de la oposición de las “partes” en los procesos judiciales. Respetando la Constitución, los Congresos locales deben permitir que esta necesaria función se consolide en nuestro país.