Casi medio millón de fifís, neoliberales y chayoteros se apersonaron en el Zócalo el pasado domingo. Unos fueron a protestar por el plan B del presidente, otros fueron a decirle que no están con él, por decirlo amablemente. Más allá de la narrativa de la defensa del INE, la clase media está enojada con López Obrador. La ningunea y hace escarnio de ella. Nunca ha querido verla a los ojos. Pero de nada sirve un plantón a favor de la democracia o de lo que sea, cuando la oposición ni siquiera muestra un candidato con las capacidades ni el perfil para enderezar los entuertos. Ahora sí, la caballada está más flaca que nunca.
Para Morena la Ciudad de México es causa perdida. Con el plantón del pasado domingo volvió a quedar claro que la clase media chilanga está contra el presidente y contra todo aquello que huela a Cuarta Transformación. Claro que mucho tuvo que ver que el propio López Obrador mencionara con tanta insistencia el evento en sus mañaneras, para que la gente se decidiera a llenar el Zócalo. Unos, convencidos de protestar contra las reformas al INE. Otros, nomás por tirar carrilla. Digamos que parte de la publicidad del plantón fue cortesía involuntaria de Palacio Nacional. Una muestra de que cuando el presidente enfurece, muchas veces termina disparándose en el pie. Cómo olvidar aquella vez que prometió, que el día que más de cien mil personas se manifestaran en el Zócalo, para protestar contra su gobierno, él como todo buen demócrata, dejaría de gobernar y se iría directo a su ranchito a escribir sus memorias. ¿Y luego?
Otros tiempos
Pero más allá de las promesas presidenciales, es de notar que muchos de los asistentes al plantón fueron personas mayores. Viejos. Gente a la que durante una parte de su vida, le tocó cargar con el lastre del PRI y fue testigo de sus chapuzas electorales. Gente que tenía claro que una vez que el presidente en turno destapaba a su gallo, no había poder humano que evitara que éste ocupara la Silla Presidencial. Bueno, a menos que alguien se encargara de cortarle el pescuezo al mentado gallo, como fue el caso de Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI en los años lejanos del salinismo.
Por supuesto para un chavo millennial, eso del dedazo y del tapado son meras referencias históricas, anécdotas contadas por las abuelas. ¿Por qué alguien habría de salir a protestar por algo de lo que ni siquiera tiene memoria? ¿Por qué habría de temerle al fantasma del pasado si ni siquiera imagina cómo fue? Lo cierto es que el IFE, ahora INE, le ha costado mucho a los mexicanos. Ha costado vidas y miles de millones de pesos. El resultado es que el sistema electoral mexicano es muy caro, pero funciona a la hora de las elecciones. Aunque no se pueda decir lo mismo de nuestra democracia. ¿Cómo celebrar una democracia en la que el único requisito para poder votar es haber cumplido la mayoría de edad? ¿Qué pasaría si además de tener 18 años, fuese indispensable que el votante contara con un grado mínimo de escolaridad, por ejemplo la secundaria terminada? Tendríamos otra clase de gobernantes. Y no sólo de gobernantes, sino también de instituciones.
Presidente de carrera
En las elecciones del 2000, cuando por Vicente Fox ganó la Presidencia, el voto fue para un vaquero dicharachero y deslenguado que gobernaría el país como si fuese el gerente de una planta embotelladora de Coca-Cola. Luego llegó Calderón, el socio de García Luna, con la puntada de que le iba a declarar la guerra a la delincuencia organizada. Muchos se la compraron. Y se nos apareció el diablo. Seis años más tarde vendría Peña Nieto con la promesa de las reformas estructurales; ese discurso no convenció a nadie, así que fue necesario que Televisa se inventara la boda entre Peña Nieto y la Gaviota, para que a falta de una promesa atractiva, el pueblo comprara, no a un presidente, sino a un papirrín de telenovela. Un sexenio después, y hartos de las trapacerías del papirrín de telenovela y su mujer, los votantes apostaron todo por alguien que les prometió que acabaría con la corrupción como por arte de magia. Los resultados saltan a la vista.
Hoy, a casi un año y medio de distancia de las elecciones federales de 2024, y en medio de la incertidumbre que ha provocado López Obrador con su iniciativa de transformar al INE, cabe preguntarse, no sólo quién será el próximo presidente, sino qué es lo que los ciudadanos queremos del próximo presidente. O quizá la pregunta debería ser qué es lo que ya no queremos de un presidente, sea del partido que sea. Porque si hablamos de reformas a un órgano como el INE, sería congruente también hablar de profundos cambios en la manera en la que los partidos seleccionan a sus candidatos. ¿O alguna vez hemos escuchado de una reforma electoral en la que se proponga que alguien que aspira a la Presidencia de México, primero tiene que aprobar un examen psicométrico y otro de conocimientos generales? ¿Es confiable alguien como Peña Nieto, quien fiel a la escuela de Yasmín Esquivel, la ministra pirata, se fusiló la tesis con la que obtuvo un título universitario? ¿Se puede apostar por un presidente, que como López Obrador, tardó 14 años en titularse y nunca aprendió a hablar inglés? ¿Es sensato poner la seguridad de todo un país en manos de un borrachín pendenciero como Felipe Calderón?
Un plantón como el del pasado domingo debería servir, no sólo para protestar, sino para exigirle a los partidos de oposición, que viven de nuestros impuestos, al igual que el partido gobernante, que presenten a sus candidatos para que sean objeto de un verdadero escrutinio público. Hasta ahora en México no existe algo que pudiéramos llamar un “servicio de carrera presidencial”, es decir un proyecto para formar presidentes, verdaderos líderes y estadistas, profesionales con los conocimientos y las capacidades para gobernar un país de manera equilibrada. Hace mucha falta. Y es que el político piensa en la próxima elección; el estadista, en la próxima generación. Esa es la gran diferencia.