Narcisismo, megalomanía y su correlato, la vanidad, son rasgos que definen a muchos de los líderes y gobernantes más siniestros -y muchas veces crueles- de la historia.
Al nefasto emperador romano Calígula, le gustaba repetir un verso del poeta trágico Lucio Acio con el que se identificaba: “Que me odien con tal que me teman”. Persecución y asesinato a sus enemigos políticos, sin importar que fueran familiares; hacía que senadores participaran en las luchas contra gladiadores; que todos estos le besaran los pies; caballerizas de mármol para su caballo, que lo proponía para cónsul; perversidades privadas y extravagancias con el presupuesto público, eran su forma de gobernar. Se dice, como anécdota, que un día en que invitó a un banquete a un hombre que acababa de presenciar el ajusticiamiento de uno de sus hijos, le dijo para animarlo: “Ríe y diviértete. El vino mata todas las penas”.
Séneca, que conocía bien al ponzoñoso Calígula, escribió sobre él como obituario: “La naturaleza lo produjo, en mi opinión, para demostrar hasta dónde puede llegar el vicio ilimitado cuando se combina con un poder ilimitado”. Suetonio, el historiador romano, fue más directo: “(Calígula) estaba enfermo tanto del cuerpo como de la mente”. En su Vida de los Doce Césares, Suetonio termina uno de sus párrafos de la siguiente manera: “Hasta ahora hemos hablado del hombre; hablemos ahora del monstruo”.
En su paroxismo, Calígula se dio el lujo de inventarse una palabra en griego –adiatrepsia- para definir por sí mismo su locura y su descaro: la describió como “la desfachatez que nos permite imponer por la fuerza hasta el más salvaje de nuestros deseos”. Es la hibris que ya conocían los griegos, la desmesura del orgullo y la arrogancia, de la violencia y la insolencia.
Aquí López Obrador gobierna con ese mismo tipo de hibris, con ese mismo espíritu de desfachatez de un todopoderoso, pero, con un motor: con un espíritu de venganza. Cada política pública –de las importantes-, cada decisión relevante en el desempeño de su cargo como presidente, están marcadas como un castigo para todos aquellos con los que López Obrador les reserva algún agravio o resentimiento causado. No hay límite para la iracundia ni para la revancha presidencial. Que si la economía del país la hundió desde antes que tomara posesión, no importa, vengan las obras faraónicas y caprichosas en las que despilfarrar el dinero público. Que no hay empleos suficientes ni bien pagados, tampoco importa, se hace todo lo posible desde el gobierno para espantar a los inversionistas nacionales y extranjeros. Que no hay medicamentos, ni atención adecuada a la salud de los mexicanos, menos importa, ya pronto tendremos un sistema de salud como Dinamarca y se abastecerán los medicamentos que han escaseado estos cuatro años. Que buena parte de los ciudadanos no votaron por él cuando se presentó como candidato en Tabasco y en las sucesivas elecciones presidenciales –las que perdió y también la que ganó-, pues ya están viendo su revancha: desmantelar y anular el INE y así desmontar el sistema electoral que le da sustento a la democracia desde 1997. No ha habido diálogo con ningún grupo o actores políticos desde que inició su mandato, sólo insultos, burlas, ataques, que buscan hacer el daño que él se imagina otros le hicieron antaño. Venganza, pues.
En la antigüedad ya lidiaban con todo esto y también entendían el valor de resistir la venganza, la insolencia y la desmesura para preservar los valores democráticos. El gran orador ateniense Demóstenes, arengaba a sus conciudadanos a resistir el expansionismo de sus vecinos macedonios en el norte, con el déspota Filipo II (a la postre padre de Alejandro Magno) como invasor. En su Cuarta Filípica decía Demóstenes: “La arrogancia insultante y la ambición con las que Filipo arremete contra todo el mundo es muy grande, como saben. Y nadie ignora, en verdad, que no se le puede hacer frente ni con discursos ni con declaraciones públicas… Y como es imposible que esos argumentos puedan salvar a alguna de las víctimas de los atropellos de Filipo, no es preciso darle ya más vueltas al asunto. Así, pues, divididos en dos bandos los que viven en las ciudades: por una parte, el de quienes no quieren dominar por la fuerza a nadie, ni ser esclavos de otros, sino conducirse políticamente en libertad con equidad y con leyes; y por otra parte el de quienes desean dominar a sus conciudadanos y obedecer a otro individuo por cuya mediación creen poder llevar a cabo su objetivo, esto es, quienes anhelan ser tiranos o tener altas cotas de poder, se han impuesto en todas partes; y no sé si existe alguna ciudad de entre todas que mantenga firmemente la democracia excepto la nuestra”.