Aunque lo que aquí describiremos es producto de la vida real, bien podría formar parte de alguna película del director de La Ley de Herodes (Luis Estrada, 1999). Es sólo una escena, pero retrata de alguna forma lo que es y ha sido en las últimas décadas el Ejército mexicano. Ese Ejército cuyos soldados fueron convertidos, como por arte de magia, en súper policías, vía la Guardia Nacional. ¿Está preparada mental y emocionalmente dicha Guardia Nacional para hacer el papel de gendarme de los mexicanos? He aquí el relato de alguien que conoció bien a los soldados y que sabe de qué pie cojean. Corre película.
Finales de los años noventa. Ya pasan de las dos de la tarde, el sol cae sin piedad sobre la carretera polvosa y solitaria que va a Laredo. Es tan intenso el calor que el pavimento reverbera como si se fuera a derretir. Más adelante ya se puede ver el retén montado por los guachos (soldados). Bueno, eso de retén es nomás un decir, porque en realidad se trata de una techumbre de palma sostenida por cuatro ramas de huizache rodeados de sacos de arena. Debajo de aquel puesto de control improvisado, los guachos se protegen del sol rabioso y matan el tiempo comiendo “papitas” y “gansitos”, mientras se aparece algún coche o camión al cual clavarle el diente. De algún lado tiene que salir el varo para que el subteniente pueda mantener la plaza.
La última vez que estuve en Laredo, yo todavía estudiaba la carrera de piloto aviador. En ese entonces ni siquiera me imaginaba que algún día me convertiría en comandante de la PGR (Procuraduría General de la República). La verdad no pienso ser comandante mucho tiempo, sólo el necesario para hacer realidad mi sueño de volar aviones. No importa que sean de la PGR. La Suburban negra en la que nos movemos es conducida por Juanito, un comandante con un historial muy largo y muy oscuro. Pinche Juanito, con todo y que es matón y bien mañosote, es la pura botana. Es de esos batos que siempre tienen un ojo puesto en el gato y otro en el garabato. No se le va una.
De pronto un guacho con el rostro embozado detrás de una pañoleta, hace una seña para que nos detengamos. Se acerca y nos observa con el ceño fruncido. No es el típico guachito, chaparrito y flaco. Este es alto. Está bien comido y bien equipado, hasta parece marine de película gringa. Igual de mamoncito.
‑¿Para dónde van? ‑le pregunta el guacho a Juanito con un tono golpeado mientras sujeta su R-15, como para impresionar.
‑A Laredo, mi señor. ‑le responde Juanito tranquilamente.
‑¡Bájense! ‑nos ordena el guacho mientras sus ojillos negros estudian con desconfianza el interior de la Suburban.
Sin hacer panchos, Juanito saca su charola de la PGR y se la muestra al guacho, quien se le queda mirando estupefacto. Sorprendido.
‑Aunque sea, móchense para el refresco ‑dice el guacho como ordenando.
‑¿Cuánto estás cobrando la pasada, viejón? ‑le pregunta Juanito muy afable.
‑Cien varos por carro y dos cientos por troca o tráiler. ‑responde el guacho con aire codicioso.
‑¿Y cobrando eso quieres sacar para mantener la plaza? ‑exclama Juanito‑ No sabes cobrar, viejón. Abaratas el negocio. Lo acorrientas. ¡Ten dignidad! ¡Cóbrales trescientos parejo! Y si traen placas de Texas, cóbrales en dólares. Mínimo un tostón por troca. Échale ganas, viejón. Ahorita no traigo feria, pero a la vuelta me emparejo con el refresco. Con permiso.
Después de decir eso, Juanito acelera la Suburban y nos alejamos del guacho, que se queda sobre la carretera, mirándonos con ojos torvos por arriba de la pañoleta que oculta su piel morena. “¿Sabes cuál es el pedo con los guachos? ‑me dice Juanito de repente‑, que son centaveros. No saben cobrar. Bueno, eso es ahorita. Pero un día van a aprender. A éstos ponlos donde hay, y rápido se les olvida el honor y la lealtad. Un día va a llegar alguien que les ofrezca más feria que los tres varos que ganan, y se van a pasar del lado de los mañosos. Yo sé lo que te digo”.
La profecía se cumplió
No mucho tiempo después el sueño se cumplió y me convertí en piloto de la PGR. A partir de ese momento, para bueno y para malo, comencé a trabajar con los guachos. Entré a sus vidas y ellos entraron a la mía. Los conocí de cerca. Dormí en sus cuarteles y comí lo ellos comían. Juntos arriesgamos el pellejo muchas veces. Vi las injusticias y los abusos de los mandos para con la tropa. Entendí cómo piensan y su muy particular concepto del honor y la lealtad. En efecto, con los años conocí las entrañas del Ejército. Un Ejército con una mentalidad vieja, anquilosada, que no ha sabido, ni ha querido, adaptarse a las grandes transformaciones del país. Un Ejército, cuyo Secretario de la Defensa en turno, es una especie de reyezuelo omnipotente, rodeado de serviles y oportunistas.
Poco tiene que ver un policía con un guacho. En realidad uno y otro son como el agua y el aceite. El policía está acostumbrado a pensar y a resolver las broncas por sí mismo, actúa solo, en caliente. En cambio el guacho necesita que le ordenen qué debe hacer; no está entrenado para tomar decisiones. Un guacho está acostumbrado a confiar en un grupo de más guachos; un policía sabe que el único en quien puede confiar es él mismo. En nadie más.
Por eso, la idea de convertir a los guachos en gendarmes está condenada al fracaso. Antes que cambiar el uniforme verde olivo por el uniforme “apretadito” de la Guardia Nacional, habría que darle un cambio a la mentalidad del propio Ejército desde lo más profundo. Y eso ningún presidente mexicano se ha atrevido a hacerlo. A Juanito nunca lo volví a ver, pero supe que la maña lo levantó. Pobre. Era buen tipo. Quizá no tan bueno, pero tenía boca de profeta. Tal como lo dijo, esos mismos guachos que nos topamos aquella vez en la carretera a Laredo, no tardaron en convertirse en la escolta personal de uno de los narcos más pesados de Tamaulipas. Los conocían como los “Zetas”. Pero esa es otra película.